La oración


Basilio Patiño
EXTRAÍDO DE «LA ORACIÓN», CAPÍTULO 1: «ROMANOS 16:25-27».
Autorizado para ser publicado en REMA University.


Romanos 16: 25-27

Y al que puede confirmaros según mi evangelio y la predicación de Jesucristo, según la revelación del misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos, pero que ha sido manifestado ahora, y que por las Escrituras de los profetas, según el mandamiento del Dios eterno, se ha dado a conocer a todas las gentes para que obedezcan a la fe, al único y sabio Dios, sea gloria mediante Jesucristo para siempre. Amén (Reina Valera, 1960, Romanos 16:25-27).

Como todas las epístolas de Pablo a las iglesias, al escribirlas, su propósito era proclamar la gloria del Señor Jesucristo mediante la enseñanza de la revelación que, por gracia, había recibido, además de llevar edificación y ánimo a los creyentes que recibieran sus cartas. Cabe señalar que, en particular, una preocupación para Pablo eran aquellos creyentes en Roma, amados de Dios y llamados a ser santos (Romanos 1:7). Por ser él mismo un ciudadano romano, tenía una pasión única por aquellos que estaban en la asamblea de creyentes en Roma. Además, hasta este momento, Pablo no había visitado la iglesia en Roma, por lo tanto, esta carta servía también como su presentación.

Habría que decir también que Pablo estaba entusiasmado con la idea de poder ministrar por fin a los santos en Roma y todos estaban bien enterados de este hecho (Romanos 1:8-15). La carta a los Romanos fue escrita en Corinto, justo antes del viaje de Pablo a Jerusalén, para llevar las ofrendas que le habían sido entregadas para los pobres. Intentó ir a Roma y, posteriormente, a España (Romanos 15:24), pero sus planes fueron interrumpidos cuando fue arrestado en Jerusalén. Eventualmente iría a Roma, pero como prisionero. Febe, quien era un miembro de la iglesia en Cencrea, cerca de Corinto (Romanos 16:1), fue quien, probablemente, llevó la carta hasta Roma.

Por otro lado, el libro de Romanos es, principalmente, una obra magistral que describe de manera lógica y sistemática todos los fundamentos de las riquezas de la gracia de Dios y de manera particular la justicia de Dios para llevar a cabo en Cristo el cumplimiento de su propósito eterno. Este se compone de cuatro secciones: la necesidad de justicia (1:18-3:20), la justificación provista (3:21-8:39), la justicia vindicada (9:1-11:36) y la justicia practicada (12:1-15:13).

Del mismo modo, el libro habla acerca de Dios, quién es y lo que ha hecho. Profundiza sobre Jesucristo y lo que logró con su muerte. Explica lo que éramos sin Cristo y lo que somos después de haber confiado en él. Pablo señala que Dios no demandó que los hombres enderezaran sus vidas antes de venir a Cristo, puesto que, mientras aún éramos pecadores, él murió en la cruz por nuestros pecados. También deja claro que no hay nada que podamos hacer para salvarnos a nosotros mismos. Cada «buena» obra que hayamos hecho alguna vez es como un trapo inmundo ante Dios. Así que tenemos sobre nosotros la sentencia de muerte por nuestras transgresiones y pecados, de la que solo la gracia y misericordia de Dios pueden salvarnos.

Sumado a lo anterior, Dios expresó esa gracia y misericordia al enviar a su Hijo Jesucristo a morir en la cruz en nuestro lugar, y también nosotros fuimos juntamente crucificados con él. Así, cuando rendimos nuestras vidas a Cristo, ya no somos controlados por nuestra naturaleza de pecado, sino por el Espíritu. Por consiguiente, si confesamos que Jesús es el Señor y creemos que él fue levantado de los muertos, somos salvados y nacidos de nuevo (Romanos 10: 9-10).

Por lo tanto, necesitamos vivir nuestras vidas como una ofrenda a Dios y como un sacrificio vivo para él. La adoración a Dios ―quien nos salvó― debe ser nuestro más alto deseo, y tal vez la mejor aplicación de Romanos sería predicar y practicar el capítulo uno y versículo dieciséis, porque no debemos avergonzarnos del evangelio, sino que todos seamos fieles en proclamarlo.

De ahí que la porción que nos ocupa es hacer una oración y declaración de fe en forma de doxología, que está llena de revelaciones y en la cual se sintetizan de manera profunda los principales aspectos de la doctrina de los santos que se plantean en esta carta. Consideremos algunas de las palabras y frases claves de esta extraordinaria oración registrada en los siguientes tres versículos para que encontremos algunas doctrinas fundamentales de nuestra fe.

El poder de Dios: «al que puede…»

Nadie que estudie la Palabra seriamente puede negar el poder de Dios, porque él es omnipotente y todopoderoso. Esta verdad transformó la vida de muchos hombres en el pasado y puede hacerlo con las nuestras. Para afirmar esta grandiosa verdad, es necesario resumir lo que Pablo nos enseña en la carta a los Romanos acerca del poder de Dios:

  • La resurrección de Cristo y, por consecuencia, la de todo redimido se realiza a través del poder de Dios (Romanos 1:4).
  • El evangelio es poderoso, y el poder de Dios puede salvar y cambiar a los hombres radicalmente (Romanos 1:16).
  • La creación es testigo del poder de Dios (Romanos 1:20).
  • Dios es poderoso para hacer lo que ha prometido (Romanos 4:21).
  • El poder de Dios es capaz de mantenernos como hijos fieles (Romanos 8:31-39).
  • Incluso la incredulidad y rebelión del hombre son usadas por Dios para demostrar su poder (Romanos 9:17).
  • El retraso de Dios en castigar a quienes hacen el mal no indica su inhabilidad para manejar la situación, sino una manifestación de su intención para demostrar su poder (Romanos 9:22).
  • Dios tiene el poder de levantarnos (Romanos 14:4).
  • Los santos son salvados, sostenidos y confortados para la vida y el ministerio mediante el poder de Dios (Romanos 15:13; 18-19).
  • Dios tiene el poder de hacernos sus santos (Romanos 16:25).

Permítanme sugerirles varias maneras en que el poder de Dios se cruza en nuestras vidas. Lo primero que haremos, a la luz del poder de Dios, es temer, honrar y servir a Dios y solo a Dios (Éxodo 20:1-6; Josué 4:23-24; Salmo 115:1-15). Igualmente, reconocer que la Biblia nos enseña acerca de Dios, que es infinitamente poderoso, y, por lo tanto, debemos eliminar la palabra «imposible» de nuestro vocabulario.

Por otra parte, con cuánta frecuencia excusamos nuestro pecado apelando a nuestra inhabilidad humana. «Pero si soy humano», decimos. Así es, pero Dios no solo nos ha salvado con su poder, sino que también obra en nosotros para fortalecernos, respaldarnos y santificarnos por ese mismo poder (Romanos 8:8-11; Efesios 1:18-21, 3:14-20; Colosenses 1:9-12, 1:29). Además, la elección y la utilización que Dios hace de los renacidos, como vasos de arcilla necios, débiles y carnales son para demostrar su poder (1 Corintios 1:18, 2:5).

Así, el poder de Dios es ministrado al hombre a través de su humanidad más que con las fuerzas naturales del hombre. Por lo tanto, nuestra debilidad no es una barrera para el poder de Dios, más bien reconocer nuestra debilidad es la base para volvernos a él, según su poder que obra en nosotros. Por ende, Dios recibe toda la gloria (2 Corintios 4:7, 12:7-10 y 13:14).

Es así que cuando ministramos en el poder de Dios no necesitamos confiar en nuestras propias fuerzas ni en los métodos humanos. En realidad, ni nos atrevamos a hacerlo. Por medio de la «debilidad» de la cruz Dios trajo salvación al hombre y, por medio de este, proclamó su evangelio. A través de métodos débiles y poco impresionantes, el evangelio es proclamado con confianza en el poder de Dios para convencer y convertir a los pecadores. De esta forma, los hombres deben dar la gloria a Dios, confiar en él, en su poder y no en los hombres (1 Corintios 1:26-31 y 2:2-4).

Hoy en día, la iglesia no actúa de esta forma. Cuando predicamos, empleamos métodos de marketing de la actualidad, que han probado tener éxito por los resultados obtenidos, y también empleamos las mismas técnicas persuasivas de cualquier vendedor profesional. Muchas veces intentamos entrenar y desarrollar líderes, con base en el modelo y método de la cultura secular, pero no les enseñamos a ser embajadores del reino.

Al mismo tiempo, cada vez y con mayor frecuencia, la iglesia se conduce más con los principios de «buenos negocios» que con los principios bíblicos. Ofrecemos «terapia» en una versión pobre de sicología y psiquiatría de fundamento humanista evolucionista en lugar de inspiración a los creyentes para pensar de acuerdo con lo que la obra perfecta y completa de Cristo ha realizado, así como para obedecer la Palabra de Dios. Así que la tarea de los predicadores no es motivar a los creyentes ni apelar a sus emociones ni estimular su ego, sino inspirarlos para ser ensanchados en su ser interior.

Por tanto, si realmente creyéramos en la omnipotencia de Dios, primero, acudiríamos a él en oración y no como un último recurso después de haber agotado todos nuestros métodos y haber fallado. Nos olvidaríamos de poner nuestra confianza en los ídolos de nuestros días y confiaríamos en él. Además, de manera humilde reconoceríamos que todas las bendiciones que tenemos son un regalo de su gracia y el resultado de la obra de su poder. Nuestras oraciones estarían llenas de alabanza y acciones de gracias, y tendríamos a Dios como la fuente de toda bendición. Estaríamos llenos de fe y esperanza con la certeza de que ningún plan de Dios puede ser perverso (2 Crónicas 20:6) y de que toda promesa que Dios ha hecho ha sido cumplida en su tiempo y exactamente en la forma en que él la ha querido (Gálatas 4:4; 2 Corintios 1:20).

Por todo lo anterior, si realmente comprendiéramos el poder de Dios, no le daríamos tanto crédito al diablo. No tendríamos esa tendencia a ver a este último y a Dios como si fueran rivales cercanos que han luchado durante siglos. Consideraríamos que Dios es el creador y el diablo no es más que una criatura. Sabríamos que el poder de Dios es infinito, mientras que el del enemigo es finito. De manera que Dios no lucha contra el diablo con la esperanza de vencerlo, porque ya está vencido, despojado y destruido, y no tiene ningún poder legal para dañar a los hijos de Dios, porque todo aquel que es engendrado de Dios, él lo guarda y el maligno no lo toca (1 Juan 5:18).

Finalmente, si verdaderamente creyéramos en el poder de Dios, no estaríamos tan reacios a obedecer los principios del reino de Dios y viviríamos nuestras vidas en una forma mucho más arriesgada y comprometida con su causa eterna.

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