La espiritualidad vivencial del discipulado


Basilio Patiño
EXTRAÍDO DE «discipulado apostólico», CAPÍTULO 1o: «LA ESPIRITUALIDAD VIVENCIAL DEL DISCIPULADO»..
Autorizado para ser publicado en REMA University.


Infortunadamente, mucha de la espiritualidad que se proyecta hoy en día en la mayoría de las congregaciones carece de anclas teológicas sólidas que afirmen y confirmen al creyente en el entendimiento y vivencia de la verdad presente que el nuevo pacto establece por medio del Cristo eterno. La escasa o nula articulación con temas fundamentales como el reino de Dios, la encarnación, la práctica de Jesús y la misión de la iglesia, entre otros, revela la falta de identidad como hijos de Dios.

Los resultados son notorios: congregaciones y creyentes carentes de proyecto de vida e impregnados de expectativas equivocadas y valores distorsionados, que promueven la errada teología de la prosperidad, el animismo mágico y la moda light, en materia de religiosidad. Impuesta esta tendencia, mucha espiritualidad evangélica se limita a repetir un trivial libreto de «lo eficaz», «lo extraordinario» o «lo sin estrés».

En última instancia, esta espiritualidad se recluye en sus temas preferidos y se desconecta de los asuntos de la vida real. Además, carece de la fuerza transformadora que procede del Espíritu y que demuestra la autenticidad de la experiencia de vida en Cristo.

Por tanto, es vital que podamos entender y reunir los diferentes aspectos de la dinámica del discipulado que se registran en la vida de Jesús y en el ejemplo de Pablo. Su hilo conductor explicita los alcances de temas puntuales de la teología y la misionología del reino, con el fin de que nos ayude a construir lo que podríamos llamar una «espiritualidad del compromiso», que nace del verdadero discipulado apostólico de reino.

El ejemplo de Jesús sitúa la espiritualidad en el lugar prioritario que esta debe ocupar, con adecuada referencia al reino de Dios y su justicia. Así, la espiritualidad se transforma en un espacio que llena la vida cotidiana de sentido trascendente, gracias a su identificación con el «proyecto de proyectos». Asimismo, la espiritualidad se alinea con el propósito eterno de Dios y no deja nada afuera; por el contrario, lleva a los redimidos a asumir una serie de compromisos reales y prácticos con el mundo y los seres humanos a quienes Dios desea redimir.

En este capítulo intento reflexionar sobre la espiritualidad y el discipulado, como un efecto de nuestro encuentro con el Dios de la gracia. Además, intento apelar a una redefinición de la respuesta a la salvación a través de nuestro servicio y compromiso en el reino y meditar sobre la vida en el Espíritu, entendida como servicio humilde, tal y como lo presenta Jesús en pasajes de los cuatro evangelios.

La intención es proponer un discipulado y una espiritualidad coherentes para superar nuestros manuales de discipulado, tan afectos al adoctrinamiento religioso o a la experiencia individual en asuntos simplemente eclesiásticos. En lugar de eso, debemos tomarnos el trabajo y la vocación como discípulos del reino entendidos en el propósito eterno del Padre, que nos comprometa en la clave del seguimiento de la misión completa del Cristo eterno.

El vocablo «espiritualidad» tiene que ver con «espíritu». Por lo tanto, una espiritualidad sería una forma de ser espiritual. Y como hay muchas formas de ser, entonces podríamos hablar de muchas espiritualidades. Sin embargo, para la presente reflexión nos concentraremos en la espiritualidad bíblica, más específicamente en la que surge de nuestra unión y comunión con Cristo en el Espíritu. Hablaremos en este capítulo de la espiritualidad como una vivencia del discipulado apostólico de reino, con la cual se expresa naturalmente todo el conjunto de principios o actitudes que configuran la vida integral de todo hijo de Dios. Hoy en día no resulta fácil unir estas expresiones, puesto que tendemos a separar una cosa de la otra. Para ello, quiero citar las palabras de un gran pensador como Francis Schaeffer:

Un gran número de creyentes colocan a la espiritualidad como una experiencia interior, y al discipulado como una experiencia exterior. Una subjetiva, y la otra objetiva. De allí, muchas de las crisis maniqueas o docetistas, que experimentamos actualmente. Vemos que muchos creyentes de “alta experiencia espiritual”, reflejan en su praxis lo que pareciera a veces una proyección bastante incoherente del Jesús de los evangelios[1].

La crisis actual de las congregaciones reside en que la mayoría de los creyentes sufren la ausencia de una experiencia profunda de intimidad con Dios y carecen de un entendimiento claro de la verdad presente que establece el nuevo pacto. En su lugar, surgen los «ungidos especiales», que dependen de la operación de los dones, pero no de la revelación de la Palabra; los jerarcas y juntas conciliares, que defienden el poder religioso, pero están poco interesados en la verdad de Dios, y muchos más en la seguridad de su sistema religioso.

En este orden de ideas, a lo que más teme el aparato religioso tradicional es al entendido en el reino, al ministro competente del nuevo pacto que, como fiel embajador del reino, testimonia experimentar la realidad de Dios y en nombre de él, sin pedir permiso al hombre, sino obedeciéndole al Señor, inaugura una nueva reforma e introduce nuevos comportamientos.

El sistema religioso no aplaude al que asume una posición profética de la fe ni al sentido que da al testimonio de experimentar a Dios como un efecto transformador, dinámico y creador. Tampoco al que confronta las concepciones y experiencias distorsionadas acerca del poder, tal como lo hizo Juan el Bautista.

Acerquémonos al tema a partir de un intento de relectura de la historia y de la Biblia, en busca de una espiritualidad coherente con el modelo del Jesús resucitado en la vida del Espíritu Santo. Pues bien, nos demandan los desafíos de la época acerca de la necesidad de volvernos al orden divino para disfrutar tiempos de refrigerio y restauración y para una vivencia natural de la obra de renovación del entendimiento, a fin de que la Escritura sea mucho más rica y pertinente.

Salvación y espiritualidad

Desde mi punto de vista, la posibilidad de una espiritualidad específicamente surgida en Cristo necesita primero una reflexión sobre la relación entre salvación y espiritualidad. Considero que la salvación es la experiencia fundante de la espiritualidad, sin cuestionar aquí si se trata de un tipo de experiencia racional, emocional, personal o comunitaria. Aunque, personalmente, creo que siempre es una experiencia espiritual, que luego intentamos, por distintos motivos, racionalizar.

La salvación es en sí poseer al Salvador, es decir, el Cristo eterno, quien nos conduce al encuentro con el Dios de la gracia. No se trata de «conocer a Dios», sino más bien de «ser conocidos por él», porque un simple conocimiento religioso envanece, pero un conocimiento vivencial de la verdad de Cristo en nuestras vidas transforma, edifica y libera (Juan 8:32).

Este proceso de entender y conocer la realidad de Dios en nuestras vidas no es solamente «verle cara a cara», sino también «ver cara a cara» (1 Corintios 13:11-12, Reina Valera [RVR], 1960). Paradójicamente, Pablo es «pecador», desde que conoce a Cristo; hasta entonces era un «celoso de Dios y de la ley». Precisamente, el pecado es esa huida irresponsable de la gracia de Dios hacia la búsqueda de la propia seguridad religiosa, política, social o de cualquier índole, tal como lo hizo Caín (Génesis 4:10-18).

Sobre la condición humana, en una parte de la reflexión que se nos presenta en Romanos 7:19-25, pareciera que el ser humano tiene una motivación íntima y personal que lo impulsa al amor. Esa es la gracia, el regalo divino, que recibimos gratuitamente para sanar nuestra congénita tendencia al pecado. En ese plano íntimo, el ser humano no decide entre el bien y el mal, pues todo el ser desea hacer el bien. Sin embargo, el problema se da cuando llega a la tarea de realizar el amor y de transformarlo en vida por medio de las relaciones humanas. Allí aparece el éxito, la competencia, la vía de lo fácil y todo aquello que canaliza la acción humana a través del cálculo de una utilidad egoísta.

Por tanto, no amamos plena ni completamente, porque reducimos nuestras relaciones humanas al mezquino interés de recibir sin entregar. En otras palabras, vivimos en una sola vía, la del egoísmo, y por esa vía nos alienamos, somos completamente ajenos a nuestro prójimo y perdemos la libertad que da la gratuidad, porque pasamos a ser inauténticos y hacemos cálculos sobre nuestra ganancia ambiciosa y personal.

En otro contexto, tenemos una reflexión similar sobre el pasaje de Pablo en la carta a los Romanos sobre el mandamiento de «no codiciar» (Romanos 7:7-9). La codicia es el aspecto negativo de los mandamientos positivos: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente (…) Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22:37, 39). El amor no es una cosa exterior, sino interior. Puede haber manifestaciones exteriores, pero el amor en sí será siempre algo interior. Codiciar es siempre algo interior, la manifestación exterior es el resultado.

En este orden de ideas, debemos entender que amar a Dios con todo el corazón, la mente y el alma es no codiciar contra Dios, y amar al hombre y al prójimo como a nosotros mismos es no codiciar contra el hombre. Cuando no amo al Señor y al prójimo como debo, estoy codiciando contra ellos.

Así que el pecado es el autoaislamiento, la huida de la gracia por causa de la codicia. Quedamos así excluidos, no de la gracia de Dios, sino más bien autoexcluidos de su proyecto salvífico en Cristo para toda su creación, con lo cual nos convertimos en excluidores. Pablo describe en sus epístolas la vida que ahoga, que oprime, la del hombre esclavo de su egoísmo, excluido de la gloria de Dios y del goce de la vida en el amor. Parece que, en este lenguaje, expresa en términos más apropiados al hombre posmoderno y su situación hedonista y enajenación total a la realidad eterna.

Por otra parte, la espiritualidad integral, en el sentido amplio de las Escrituras, es el poder del Resucitado que obra en nuestras vidas, que expresa en todas las áreas la vida plena de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es una espiritualidad integral, solidaria, comunitaria y profética, porque ahora somos la hechura (del griego poíema y en español «poema») de Dios en Cristo Jesús. Somos el objeto de la inspiración del amor de Dios manifestado en Cristo, quien por su obra de gracia ha podido escribir derecho en renglones torcidos. Lo expresado anteriormente puede explicarse de manera profundamente práctica a partir de una relectura de Efesios 2:1-10.

El nuevo nacimiento es lo más importante en la vida espiritual, pues, sin pasar por ello, no podemos tener la vida de Cristo. Pero es solo el comienzo. Lo que tiene realmente importancia es vivir su vida en nuestra nueva vida en todas sus relaciones, posibilidades y capacidades. Dicho esto, lo que importa tras nacer de nuevo es vivir la realidad de Cristo y no la religiosidad cristiana que incluye ritos, tradiciones, ceremonias, etc.

Finalmente, si hemos nacido de nuevo, lo que ahora cuenta es vivir una genuina espiritualidad, vivir en la expresión, santificación y glorificación, que es todo lo opuesto a la exclusión (pecado). Aquí entra específicamente la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas.


[1] Schaeffer, F. (1974). La verdadera espiritualidad. Editorial Logoi, p. 21.

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